Comentario
Rusia fue, probablemente, el país en que se mostró de forma más patente el divorcio entre los planteamientos de una minoría innovadora (al menos, en teoría) y un cuerpo social profundamente conservador. Catalina II y algunos destacados miembros de la nobleza aceptaron en líneas generales el ideario fisiócrata -aunque, eso sí, no quisieron ver contradicción alma entre esto y el mantenimiento de la servidumbre-. Se dictaron medidas para activar la comercialización de los productos agrarios, como la supresión de aduanas internas (decretada por la emperatriz Isabel en 1753), la liberalización del comercio de granos (1762) y la autorización de su exportación al extranjero (1763). Desde la Sociedad libre de agronomía, creada en 1765, al igual que en diversas publicaciones agronómicas que vieron la luz en estas décadas, se criticaba la agricultura tradicional y trataba de extenderse una opinión favorable a la agricultura intensiva. Por otra parte, la nobleza precisaba aumentar sus ingresos para mantener las formas de vida occidentales que estaba asumiendo. Fueron, sin embargo, muy pocos los nobles que optaron por el riesgo de la experimentación. La mayoría siguió la vía fácil de recuperar parte de las tierras cedidas a los campesinos y aumentar las prestaciones personales que debían cumplir, combinándolo, a veces, con el establecimiento de manufacturas señoriales, que también empleaban mano de obra servil. Las escasísimas experiencias aisladas emprendidas en los últimos años del siglo y primeros del siguiente, en un contexto socio-económico muy desfavorable, no podían arrojar resultados espectaculares y pronto se abandonaron. Todavía a mediados del XIX la agricultura rusa seguía caracterizada por la rotación trienal, los aperos rudimentarios, la escasa ganadería, el predominio del centeno -salvo en las fértiles tierras del Sur que, sin embargo, no serán grandes productoras de trigo hasta la tercera década del Ochocientos- y los rendimientos bajos.
El continuismo no fue patrimonio exclusivo de Rusia: persistió, de hecho, en la mayor parte de Europa, desde España a Polonia. Dos de los graneros tradicionales -Sicilia y Polonia- continuaron desempeñando este papel y exportando cereales sin modificar básicamente las formas de cultivo -grandes propiedades, mano de obra servil en el primer caso- ni los rendimientos -en torno a seis granos (ocho como máximo) por simiente en Sicilia-. Pero, como ejemplo de debilidad de las transformaciones agrarias y como ilustración de las posibilidades de crecimiento en el seno de las estructuras del Antiguo Régimen, es mucho más llamativo el caso de Francia. Desestimados los cálculos optimistas de J. C. Toutain, que triplicaban el producto agrícola bruto entre 1700 y 1840, y matizada la postura opuesta de M. Morineau -se admite su demostración de la inexistencia de revolución agrícola, pero no la minimización del crecimiento que proponía-, la visión que de la agricultura francesa del Setecientos prevalece hoy es, por decirlo con palabras de E. Labrousse, la de una expansión mediocre. Insalvables escollos jurídicos impidieron en diversas regiones privatizar los bienes comunales -aunque hubo ciertos repartos- e introducir modificaciones profundas en los sistemas de cultivo. El aumento de la superficie cultivada fue, en conjunto, moderado (con grandes variaciones regionales y aun locales), al menos por lo que respecta a las roturaciones registradas en los años sesenta, acogidas a la exención temporal de la taille, si bien es muy probable que abundaran las roturaciones espontáneas y no declaradas, realizadas especialmente en los márgenes de los bosques. También fue débil el retroceso del barbecho. En 1840, fecha de la primera estadística fiable, todavía representaba el 27 por 100 del total de tierras cultivadas, de las que, además, sólo el 6 por 100 correspondía a praderas artificiales. Y los rendimientos se mantuvieron en niveles discretos, con medias nacionales abiertamente bajas: en 1840, por ejemplo, la ratio cosecha/simiente era de 6,1/1 para el trigo candeal. Morineau insistiría en que los muy altos rendimientos de los cereales alcanzados en las tierras septentrionales se conocían desde la Baja Edad Media y se debían más a la calidad de la tierra que a los sistemas de cultivo.
Pese a todo, la producción aumentó entre un 25 y un 40 por 100 a lo largo del siglo, según la cauta estimación de E. Le Roy-Ladurie; sin desaparecer las fuertes oscilaciones anuales, hubo una mayor regularidad en las cosechas, lo que para el citado historiador sería la auténtica revolución del siglo, y una de las correcciones aplicadas a Morineau- no aparecen síntomas de que se produjera, salvo en años concretos, un desequilibrio agudo entre la población en aumento y los recursos alimenticios. Hay que admitir, pues, un incremento de los rendimientos agrarios, quizá hasta en un 15 por 100, por término medio, para los cereales, produciéndose un avance hacia la intensificación de la agricultura mediante la combinación de pequeños progresos intensificación del trabajo y nuevos cultivos que llevarían a cierta modificación del paisaje agrario, por ejemplo-, sin cambios estructurales de importancia y sin modificar, en concreto, los dos fundamentos de la civilización tradicional, el policultivo familiar y la comunidad rural (o, lo que es lo mismo, los aprovechamientos comunales), como escribe E. Julliard, refiriéndose a Alsacia, región que conoció un importante crecimiento.
Y tampoco hay que olvidar la posibilidad de que hubiera soluciones diversas, condicionadas o impuestas por las peculiaridades regionales, que hacen que factores como la superficie del barbecho, el volumen de la producción cerealista y los rendimientos de los granos no siempre sean, por sí solos, los mejores indicadores de progreso o estancamiento. En alguna comarca de la Baja Normandía, por ejemplo, el barbecho siguió muy extendido y la producción de cereal se mantuvo inferior a la alcanzada en el siglo XVI; pero su gran fuente de riqueza fue la ganadería, estimulada por el mercado parisino, y que aprovechaba, entre otros, los pastos de los barbechos. Y allí donde, como en las tierras del Norte (Hainaut, Artois) próximas a Flandes y por imitación de su sistema, el barbecho retrocedió más intensamente y se introdujeron rotaciones de cultivos, las plantas industriales y textiles -que, evidentemente, nada tienen que ver con los rendimientos de los granos-, ocuparon un lugar destacado en la producción agraria total.
Acabamos de aludir a cultivos distintos del cereal. Y los procesos de sustitución de cultivos fueron también importantes en la agricultura europea del siglo XVIII. Debemos referirnos, en primer lugar, al maíz y la patata. Procedentes de América, llegaron a España en el siglo XVI, pero su difusión por Europa no fue inmediata. El maíz comenzó a extenderse desde el segundo tercio del siglo XVII y, pese a los detractores que le achacaban el agotamiento de las tierras -acusación que, inevitablemente, recaía en todo nuevo cultivo y que en este caso no se correspondía con la realidad-, en el Setecientos su arraigo era ya patente en la fachada atlántica, desde el norte de Portugal hasta la Francia media, aproximadamente, así como en la Italia septentrional, el valle del Danubio y los Balcanes. El avance de la patata fue más lento y polémico -no faltó quien la creía venenosa y en casi todos los sitios era tenida por alimento más propio de animales que de personas-, pero sus escasas exigencias físicas y climáticas, así como su elevado rendimiento, fueron factores que jugaron a su favor y a finales de siglo se cultivaba de forma dispersa por casi toda Europa. A sus efectos paliativos de las crisis de subsistencia nos hemos referido con anterioridad -no fue raro que la generalización de la patata se produjera a raíz de alguna de estas crisis, como las de 1740-1742 y 1771-1772 en la Europa central y nórdica- y, en general, ambos contribuyeron al sostenimiento del crecimiento demográfico incluso en las regiones secularmente más atrasadas. Pero convertidos, ante todo, en alimentos populares, fueron con frecuencia cultivos de autoconsumo, manteniendo y ampliando el pauperismo, por lo que el crecimiento demográfico que propiciaban se apoyaba en una base muy endeble. Sin embargo, tampoco puede despreciarse su contribución a la intensificación de la agricultura. En ciertos casos se integraron en sistemas de alternancia de cultivos que hicieron retroceder el barbecho; y, al cubrir en buena medida el consumo local, podían destinarse los productos de mayor precio o más apreciados socialmente al mercado y al pago de rentas, medio por el que los propietarios participaban en el comercio de productos agrarios.
Junto a éstos y otros cultivos de pobres -el alforfón o trigo sarraceno, por ejemplo (y que no era cereal, sino herbácea), se extendió por algunas comarcas del occidente francés y los Países Bajos austriacos-, también aumentaron las superficies dedicadas a cultivos comerciales. Arroz, plantas industriales -lino, sobre todo- y cítricos, en obligada modesta proporción, fueron algunas de ellas. Y más destacadamente, la vid. Cultivo comercial por excelencia, se benefició de la modificación en los hábitos de consumo producidos desde el siglo XVII, aproximadamente, y acentuados ahora. Así, los mercados habituales de los derivados de la uva -el interior de los países productores y el de exportación de vinos de calidad- se ampliaron por el notable aumento del consumo de vinos medianos y mezclados y otros licores (aguardientes, brandys) entre capas sociales cada vez más amplias en los países tradicionalmente no productores. Y al tiempo que aparecían algunos viñedos en éstos, los franceses (del valle del Loira, Burdeos o Borgoña, por citar sólo algunas de las comarcas productoras más destacadas) y, en menor medida, los italianos y españoles conocieron un notable auge acompañado en muchas ocasiones de una concentración y ampliación de las explotaciones, que empleaban una mano de obra temporal abundante y proporcionaban unos beneficios económicos pobre todo, los derivados del comercio de exportación- muy elevados.
La mayor comercialización de la agricultura puede observarse también, incluso, en los ámbitos socio-económicamente más arcaicos. Y así, en alguna región polaca donde el incremento demográfico aumentó la disponibilidad de mano de obra familiar, se incrementó el arrendamiento en dinero de tierras, al margen de las explotaciones sometidas al pago de corveas personales. Estas últimas proporcionaban el consumo de la familia, mientras que las nuevamente arrendadas aumentaban sus posibilidades de comercialización, que se orientaría al aprovisionamiento de las ciudades, mientras que los granos nobiliarios se dirigían al mercado mundial.